Sergio Grez T, Historiador
El 21 de diciembre de 1907, en Iquique, puerto del extremo norte de Chile, centenares de trabajadores chilenos, peruanos y bolivianos fueron masacrados por el Ejército y la Armada chilena en las puertas de la Escuela Santa María. De este modo, el gobierno oligárquico ahogó en sangre la “huelga grande” de la provincia de Tarapacá, un movimiento social espontáneo, pero sustentado en organizaciones obreras que venían constituyéndose desde varios años[1].
En la minería del salitre, de la plata, del carbón y del cobre, en las actividades portuarias, en las fábricas de Santiago, Valparaíso, Viña del Mar, Concepción y otras ciudades, se estaba formando una clase obrera que empezaba a abrazar las ideologías de redención social del socialismo y del anarquismo. Ante la proliferación de sus huelgas y protestas, el Estado, preocupado por el mantenimiento del orden social, desde 1903 había respondido a las reivindicaciones proletarias con sucesivas masacres. La “cuestión social” ardía en Chile en vísperas del primer centenario de su independencia nacional.
La “huelga de los 18 peniques”
En un contexto global de gran prosperidad de la clase dirigente y del Estado, la devaluación monetaria había bajado el valor de cambio del peso chileno de 18 a 7 peniques de libra esterlina, encareciendo drásticamente el valor de los alimentos. No obstante la degradación de su nivel de vida y las duras condiciones de trabajo, las reivindicaciones del proletariado tarapaqueño a fines de 1907 eran más bien moderadas. Los obreros del salitre pedían pago en dinero legal y no en fichas-salario emitidas por las compañías que solo podían ser cambiadas por productos disponibles en las tiendas (“pulperías”) de las mismas empresas a precios más elevados que en el mercado libre; libertad de comercio para evitar esos abusos; estabilidad en los salarios, utilizando como norma el equivalente de 18 peniques de libra esterlina por peso; protección en las faenas más peligrosas para evitar accidentes que causaban numerosos muertos; establecimiento de escuelas vespertinas para obreros financiadas por las empresas. Los trabajadores de Iquique -portuarios, ferroviarios y obreros fabriles- exigían alzas de sus magros salarios a fin de compensar la pérdida de su poder de compra por la devaluación monetaria. Casi todos -pampinos[2] e iquiqueños- coincidían en exigir el cambio a 18 peniques[3].
El 4 de diciembre, se declararon en huelga en Iquique más de 300 trabajadores del ferrocarril salitrero; a los pocos días, hicieron lo mismo los obreros portuarios y, luego, los obreros de varias industrias. Pero la falta de coordinación entre los huelguistas más las concesiones de algunos empresarios erosionaban el movimiento.
La situación cambió radicalmente en pocos días. El 10 de diciembre empezaron una huelga los obreros de la salitrera San Lorenzo y dos días más tarde, ante la negativa de la empresa de acceder a sus peticiones, un puñado de esos operarios se dirigió a la salitrera más cercana, Santa Lucía, para paralizar sus faenas. El ejemplo fue imitado y así, recorriendo el desierto más árido del mundo, los obreros extendieron su movimiento. En los días siguientes, más y más “oficinas”[4] salitreras paralizaron sus faenas y los trabajadores concluyeron que para obtener respuesta a sus reivindicaciones debían bajar a Iquique donde se encontraban los representantes de las compañías inglesas, chilenas, alemanas, españolas e italianas que explotaban con grandes beneficios la fabulosa riqueza del nitrato arrebatada por Chile a Perú y Bolivia durante la Guerra del Pacífico (1879-1883)[5].
Luego de marchar toda la noche, el primer grupo de unos 2.000 obreros llegó a esa ciudad al amanecer del domingo 15 de diciembre. El intendente provisional, Julio Guzmán, que reemplazaba al renunciado Carlos Eastman, dialogó con los pampinos y con los representantes patronales. Guzmán trató de convencer a los obreros del salitre de que volvieran a la pampa dejando en Iquique solo a un comité para llevar las negociaciones. Pero como los trabajadores se negaron a hacerlo mientras sus reivindicaciones no fueran satisfechas, la autoridad no tuvo más remedio que alojarlos en la Escuela Domingo Santa María.
Entre tanto, miles de pampinos (algunos con sus mujeres e hijos) continuaban afluyendo en trenes o a pie a Iquique. Su presencia reanimó las huelgas de los obreros iquiqueños, que el 16 de diciembre fundieron su movimiento con el de los trabajadores del salitre constituyendo un “Comité Central de la Pampa y el Puerto Unidos”, como órgano conductor de todas las huelgas. Ese mismo día, el gobierno del presidente Pedro Montt instruyó a las autoridades locales para que decretaran un virtual estado de sitio e impidieran la bajada de más pampinos. Fuertes contingentes militares fueron enviados a Iquique. En una de las naves despachadas desde Valparaíso viajaron el Intendente Carlos Eastman, reasumido en su cargo, y el general de Ejército Roberto Silva Renard[6].
Roberto Silva Renard
Luego de su desembarco en Iquique -el jueves 19 de diciembre- Eastman se entrevistó por separado con los líderes de la huelga y con los dirigentes de la Combinación Salitrera, organismo representativo de los capitalistas, intentando llegar a una solución del conflicto. Aunque los empresarios dijeron estar dispuestos a estudiar las peticiones obreras, se negaron a discutir bajo la presión de los huelguistas porque -declararon- de hacerlo en esas condiciones, “perderían el prestigio moral, el sentimiento de respeto que es la única fuerza del patrón respecto del obrero”[7].
Al día siguiente, el intendente intentó convencer a los líderes del movimiento reivindicativo para que los pampinos volvieran a sus lugares de trabajo, dejando en Iquique solo a la delegación encargada de las negociaciones. El comité de huelga, argumentando que eso sería casi imposible de lograr, propuso como alternativa un aumento de 60% de los jornales durante un mes, a fin de dar tiempo a ambas partes para ponerse de acuerdo en una solución definitiva a las reivindicaciones proletarias[8].
A primera hora del sábado 21, Carlos Eastman recibió por segunda vez a los directores de la Combinación Salitrera. Al comunicarles la propuesta de los trabajadores, la apoyó y les informó que el Presidente de la República lo había autorizado cablegráficamente para comprometer al gobierno en el pago de la mitad del aumento de salarios que se acordara durante el mes de negociaciones. No obstante, los representantes patronales fueron inflexibles en su negativa. El problema, argumentaban, no era cuestión de dinero, sino de principios: negociar bajo la presión de la masa “significaría una imposición manifiesta de los huelguistas y les anularía por completo el prestigio moral que siempre debe tener el patrón sobre el trabajador para el mantenimiento del orden y la corrección en las faenas delicadas de las oficinas salitreras”[9].
La respuesta empresarial llevó al comité de huelga a suspender las conversaciones con la autoridad regional. El intendente Eatsman, utilizando los buenos oficios de Abdón Díaz, presidente de la Mancomunal de Obreros de Iquique, intentó convencer a los pampinos de que aceptaran negociar en los términos propuestos por los salitreros; pasadas las 13.00 h se dirigió telegráficamente al Presidente de la República expresándole “la impostergable necesidad de solucionar la cuestión el mismo día” para no dejar la ciudad a merced de la amenaza de los trabajadores del nitrato. La orden de desalojar la Escuela Santa María y la Plaza Manuel Montt, donde se encontraban los huelguistas reunidos en meeting permanente, fue transmitida por escrito al jefe de División, general Silva Renard, poco antes de las 2 de la tarde[10].
Al llegar a ese lugar, acompañado por el coronel Ledesma y cien granaderos, Silva Renard constató que desde la terraza de la Escuela el consejo directivo de la huelga presidía el acto en medio de las banderas de los distintos gremios y nacionalidades presentes en el movimiento. El militar calculó en 5.000 los ocupantes del inmueble y en 2.000 los que se encontraban en la plaza[11]. Reinaba, según su descripción, un ambiente enfervorizado:
“Aglomerados así oían los discursos y arengas de sus oradores que se sucedían sin cesar en medio de los toques de cornetas, vivas y gritos de la multitud. Como se comprenderá, los oradores no hacían otra cosa que repetir los lugares comunes de guerra al capital y al orden social existente”[12].
Comisionado por Silva Renard, el coronel Ledesma se acercó al Comité Directivo de la huelga para transmitirle la orden de evacuar el lugar y dirigirse al Club Hípico. Cinco minutos más tarde Ledesma volvió donde su superior, comunicándole el rechazo de los trabajadores a abandonar el lugar. Silva Renard hizo avanzar las dos ametralladoras del crucero Esmeralda, colocándolas frente al plantel educacional y apuntando hacia la azotea donde se hallaban los cabecillas de los obreros. Un piquete del regimiento O’Higgins se ubicó a la izquierda de las ametralladoras “para hacer fuego oblicuo a la azotea por encima de la muchedumbre aglomerada al lado de afuera”[13].
Nuevas conversaciones entre los huelguistas y los capitanes de navío Arturo Wilson y Miguel Aguirre tampoco dieron resultado. Entonces el propio Silva Renard se dirigió a la puerta de la Escuela donde parlamentó con el comité compuesto por Olea, Briggs, Aguirre y otros trabajadores. Luego de media hora de infructuosas discusiones, el general se retiró haciendo saber a sus interlocutores que emplearía la fuerza[14] .
La plana mayor de los militares descartó la idea de un ataque a bayoneta y una carga a caballo por considerarla peligrosa para los soldados dada la gran cantidad de obreros concentrados. No había, según este análisis, otra alternativa fuera del empleo de las armas de fuego. El capitán de navío Aguirre, el comandante Almarza y el general Silva Renard anunciaron a la masa que se dispararía contra aquellos que no se retiraran hacia la calle Barros Arana. Solo unos 200 trabajadores obedecieron la orden en medio de las pifias de sus compañeros.
Entonces llegó el momento decisivo y comenzó el ataque.
Las balas de las ametralladoras atravesaban varios cuerpos y los frágiles muros de madera de la Escuela. Cientos de personas cayeron acribilladas. Cuando cesaron los disparos, la infantería ingresó descargando sus armas sobre los obreros. Los que huían eran lanceados por soldados a caballo. Después de varios minutos infernales, los detenidos -unas 6.000 a 7.000 personas- fueron arreados hacia el Hipódromo por la soldadesca que perpetró nuevos asesinatos[15].
Aunque el gobierno reconoció solo 126 muertos y 135 heridos[16], la prensa obrera y diversos testigos elevaron varias veces esa cantidad. Las autoridades provinciales organizaron rápidamente el retorno de los pampinos a sus lugares de trabajo y el gobierno central puso algunos barcos a disposición de quienes desearan trasladarse al centro del país. Paralelamente, se decretó censura de prensa, se desató una cacería de los dirigentes obreros -especialmente anarquistas- que habían logrado escapar y se produjeron numerosas detenciones.
La “huelga grande” de Tarapacá había sido ahogada en sangre por el Estado sin que mediara violencia alguna de parte de los trabajadores. La masacre de la Escuela Santa María se recordaría como la página más negra de la historia del movimiento obrero chileno hasta el golpe de Estado de 1973[17].
Las razones del poder: la guerra preventiva
¿Por qué abrieron fuego los militares? ¿Era necesaria una medida tan extrema?
¿Por qué se masacró a los huelguistas en Iquique el 21 de diciembre de 1907?
¿Cuál fue el sentido de la operación militar ordenada por el poder contra los obreros instalados en la Escuela Santa María y en la Plaza Manuel Montt?
Según Eduardo Devés, autor del principal estudio sobre este luctuoso acontecimiento, además de existir una contradicción de intereses entre los salitreros y el fisco, de un lado, y los trabajadores del otro, las autoridades estaban convencidas de que los miles de obreros chilenos, peruanos y bolivianos que habían bajado desde la Pampa y unido su movimiento reivindicativo al de sus compañeros iquiqueños, constituían una amenaza real o potencial para la seguridad de la ciudadanía, para sus vidas y propiedades. La negativa de los pampinos de abandonar la Escuela Santa María confirmaba a los ojos de las autoridades que eran un peligro real y que no iban a subordinarse a las exigencias patronales[18]. La suerte estaba echada.
Partiendo de esta interpretación, ampliamente probada por la investigación de su autor, quisiéramos ahondar en las motivaciones que tuvieron los dirigentes del Estado responsables de la masacre a través del análisis de sus comunicaciones y de las explicaciones que dieron a la opinión pública. Al mismo tiempo, intentaremos avanzar una breve reflexión acerca del sentido general de este acto represivo en el contexto de los debates sobre la “cuestión social” en vísperas del Centenario de la Independencia de Chile.
A continuación analizaremos las justificaciones de los principales agentes del Estado más directamente involucrados en estos sucesos.
Silva Renard justificaría su decisión diciendo que:
“Convencido de que no era posible esperar más tiempo sin comprometer el respeto y prestigio de las autoridades y fuerza pública y penetrado también de la necesidad de dominar la rebelión antes de terminarse el día ordené a las 33/4 P.M. una descarga al piquete del O’Higgins hacia la azotea ya mencionada y por el piquete de la marinería situado en la calle de Latorre hacia la puerta de la Escuela donde estaban los huelguistas más rebeldes y exaltados. A esta descarga se respondió con tiros de revólveres y aun de rifle que hirieron a tres soldados y dos marineros, matando dos caballos de Granaderos. Entonces ordené dos descargas más y fuego a las ametralladoras con puntería fija hacia la azotea donde vociferaba el Comité entre banderas que se agitaban y toqueo [sic] de cornetas. Hechas las descargas y este fuego de ametralladoras que no duraría sino treinta segundos la muchedumbre se rindió”[19].
Las razones del general apuntaban, por lo visto, al resguardo del “respeto y prestigio de las autoridades y de la fuerza pública”. Según se deduce de su texto, los huelguistas no habrían representado un peligro para la seguridad pública sino, simplemente, un desafío al poder de las autoridades.
La versión del intendente Carlos Eastman fue algo diferente. Poco antes de iniciarse la masacre -hacia las 14.10 h del 21 de diciembre- en telegrama dirigido al Presidente de la República, el intendente informaba acerca de su decisión de tomar “enérgicas medidas” pues consideraba imposible tener en ciudad tan grande aglomeración de gente sin inminente peligro para la seguridad pública y tranquilidad del vecindario[20]. Horas más tarde, en un nuevo telegrama dirigido al Jefe de Estado, Eastman insistiría en la amenaza constituida por los pampinos para la vida y las propiedades de la población iquiqueña[21] .
El mismo argumento sería repetido al día siguiente en su oficio al ministro del Interior, agregando algunos antecedentes muy reveladores de la motivación de la autoridad: la situación en Iquique se había vuelto, a sus ojos, intolerable en los días que precedieron la represión. Los huelguistas, relataba el intendente:
“[…] el día Lunes [16] paralizaron por la fuerza el tráfico de todo vehículo en la población y también el trabajo de las fábricas y faenas ordinarias, con excepción de la luz eléctrica, respecto de lo cual declararon a la policía que permitían el funcionamiento para no privar del alumbrado público, así como declararon que autorizaban la circulación de las carretas necesarias para proveer de víveres a la ciudad y a ellos mismos.
En los días subsiguientes al Lunes, ya aparecieron permisos escritos del Comité huelguista para el tráfico de algunos carruajes del servicio público y otros permisos y salvoconductos firmados por el presidente y el secretario del Comité a favor de determinadas personas, y otorgados con propósitos cuyo alcance se comprende por sí solo; y así mismo iniciaron en el comercio y en el vecindario subscripciones para reunirse fondos, voluntaria aparentemente pero en el fondo con todos los caracteres del cupo forzoso o de la exacción arbitraria, ya que nadie se negaba a contribuir bajo la presión de la amenaza de más de siete mil huelguistas parapetados en un edificio público del centro de la ciudad”[22].
¿La situación tenía los ribetes dramáticos que describía el intendente? ¿Estaban actuando los huelguistas como un poder paralelo en la ciudad de Iquique?
Otros testimonios -que no emanaron del mundo de los trabajadores- permiten dudar de la descripción de la autoridad local. Quizá el más significativo de esos relatos es el del Dr. Nicolás Palacios, autor del afamado libro Raza Chilena, publicado en 1904. Nacionalista, enemigo del socialismo, pero defensor del pueblo obrero, Palacios fue testigo de los sucesos iquiqueños del 21 de diciembre de 1907 y dejó escritos sus recuerdos e interpretación de los hechos en una serie de artículos publicados en el periódico El Chileno, editado por el arzobispado en Valparaíso.
El Dr. Palacios, junto con subrayar el carácter pacífico y ordenado del movimiento, precisaba que las “contribuciones” cobradas por los huelguistas en Iquique, alcanzaron apenas a los $140, donados voluntariamente en su mayoría por obreros y pequeños comerciantes de la ciudad. Los “decretos” del Comité de huelga fueron, en realidad, permisos concedidos a ciertos huelguistas para que pudieran trabajar durante un tiempo determinado en la realización de ciertas labores consideradas muy necesarias. Cuando los trabajadores del salitre llegaron a Iquique ya se encontraban en huelga los gremios de playa y los obreros de varias fábricas y, a pesar de que otros gremios se les unieron en un gesto de solidaridad, los pampinos no permitieron que paralizaran sus labores los operarios de la fábrica de gas, los de la luz eléctrica, los carretoneros del mercado, los aguadores y otros trabajadores que prestaban servicios indispensables a la población[23].
Sin embargo, estos hechos suscitaron el sábado 21 el “íntimo convencimiento” de la autoridad sobre la necesidad de trasladar a los huelguistas a un sitio aislado de la población donde se pudiera vigilarlos fácilmente. No quedaba -en su óptica- más remedio que el uso de la fuerza, so pena de males mayores. Según la versión del intendente, si las fuerzas del orden no hubiesen procedido del modo que lo hicieron, las pérdidas en vidas hubiesen sido mucho más numerosas, amén de cuantiosos daños materiales[24].
La pregunta vuelve obstinadamente: ¿era inevitable una decisión tan extrema? Aparte el desafío al poder del Estado que podían significar algunas medidas adoptadas por los pampinos -como los “cupos forzosos” y la autoatribución de ciertas facultades de orden público-, no parece evidente el peligro que estos trabajadores representaban para la vida y las propiedades de las clases acomodadas de la ciudad. No obstante, otro testimonio, el del comandante del crucero “Ministro Zenteno”, uno de los jefes militares que componían el estado mayor de Silva Renard, fue coincidente con el del intendente Eastman. La amenaza era real. Según su versión, el 19 de diciembre:
“La alarma en la ciudad ya era grande y todas las familias comenzaron a abandonar sus domicilios para emigrar o refugiarse a bordo de los buques surtos en la bahía, pues la presencia en el corazón de la ciudad de tan crecido número de obreros, a pesar de su actitud tranquila, era un almacén de pólvora que a la menor chispa podía hacerlo estallar y dado el material de las construcciones, todo de madera, no era posible permitir prolongar esa situación por más tiempo […]”[25].
La argumentación del oficial de Marina reflejaba una lógica curiosa ya que unía un elemento eminentemente metafórico (la actitud de los obreros, que a pesar de ser tranquila, “era un almacén de pólvora que a la menor chispa podía hacerlo estallar”) con uno de carácter claramente tangible (el incendio “dado el material de las construcciones, todo de madera”). El razonamiento del militar -similar al de la autoridad provincial- se asemejaba, en verdad, más a una profecía autorrealizada que a una constatación lúcida de la situación.
El temor a los trabajadores parece haber sido el elemento clave en el desencadenamiento de la furia represiva del intendente y de los jefes militares. Así lo interpretó el diputado liberal opositor Arturo Alessandri Palma, quien, en el debate de la Cámara, sostuvo que en Iquique no se había producido ningún acto que reprimir y que la censura a la prensa decretada por el gobierno para cubrir los hechos no era “sino miedo y cobardía”[26]. Desde nuestra perspectiva precisaríamos que se trataba del miedo atávico de la élite a la sociedad popular, el mismo que se había manifestado tantas veces en el pasado y que al día siguiente de la masacre iquiqueña, cuando unos 7.000 obreros ya habían regresado al interior de la provincia y unos 200 iban en barco rumbo a Valparaíso, seguía atormentando a Carlos Eastman, quien afirmaba la necesidad de tomar “grandes precauciones [para] evitar [la] revancha”[27].
Pero no fue pánico descontrolado lo que gatilló una acción precipitada, casi irreflexiva. La decisión de ametrallar a los huelguistas había sido adoptada previamente en caso de que estos se negaran a abandonar la Escuela Santa María. Fue una determinación consciente, planificada. Ciertamente es muy difícil de confirmar el rumor que circuló por aquellos días y que Luis Emilio Recabaren reprodujo en una conferencia dictada en 1910. Según la voz que corrió, el gobierno convocó, a mediados de diciembre de 1907, a un consejo de notables al que concurrieron representantes de todos los partidos burgueses. Analizada la negativa de los salitreros de acceder a las peticiones obreras y la amenaza de esos empresarios de cerrar sus establecimientos y paralizar la producción del salitre si el gobierno no protegía sus intereses, el cónclave, habría resuelto:
“[…] la macabra conducta que debía observar Silva Renard, y hasta se dice que este exigía del gobierno una orden en blanco para salvar sus futuras responsabilidades. Silva Renard partió a Iquique en los días 16 o 17 de diciembre con las instrucciones definitivas de proceder contra los obreros”[28].
Que dicho consejo había realmente tenido lugar, lo probaba según el líder obrero, la unánime aprobación que los partidos burgueses dieron -tanto desde la Cámara como de casi toda su prensa- al acto represivo una vez que este fue perpetrado[29]. La afirmación de Recabarren era, indudablemente, especulativa, pero tal como lo reconociera en la Cámara el ministro del Interior, Rafael Sotomayor, pocos días después de la masacre, al responder a las interpelaciones de algunos diputados, los infaustos sucesos del 21 de diciembre:
“[…] no fueron debidos a un acto de impremeditación, de culpable e inhumana ligereza. Cada una de las autoridades, en mérito de la magnitud de desgracias que podrían sobrevenir, cuando la intervención amistosa de ellas y del señor Miguel Aguirre se habían agotado, pesó muy bien sus resoluciones, con la conciencia de los deberes de los altos puestos de confianza que desempeñaban; y hubo de apelar a recursos extremos y dolorosos, pero que las difíciles circunstancias hacían, por desgracia, inevitables”[30].
Se trató, por lo visto, de una acción puntual de guerra preventiva contra los trabajadores. No por lo que ellos habían hecho sino por lo que podían llegar a hacer. Bastaba mirar, decía el ministro del Interior, lo que había ocurrido en años anteriores en otros puntos del país:
“La huelga, respetuosa y tranquila en su principio, que iniciaron el 22 de octubre de 1905 algunos obreros, terminó en la forma que todos conocemos. […]
La huelga que iniciaron en Valparaíso en 1903, degeneró, por la complacencia o la confianza de la autoridad, en un verdadero y grave desorden”[31].
Según el intendente Eatsman, los miles de pampinos que ocupaban la plaza Montt y la Escuela Santa María tenían una “actitud con apariencias pacíficas, pero muy peligrosas [sic] en el fondo”[32]. Esta idea fue reforzada en la Cámara por el ministro Sotomayor, al plantear que en un comienzo las huelgas siempre iban bien, “con todo orden”,
“[…] pero después de siete u ocho días de vida ociosa y agitada, el sistema nervioso se altera y queda preparado para que la excitación se produzca o estalle cuando así convenga a los que estimulan y se benefician con estos movimientos subversivos”[33].
En un segundo parte redactado a comienzos de enero de 1908, el general Silva Renard insistiría en el argumento del peligro eventual:
“La tropa era insuficiente para mantener una situación que podía prolongarse días y que podía dar ocasión a ataques y agresiones de parte de los huelguistas no rodeados, los cuales estando dispersos por los distintos barrios, no queriendo estar en el fragor de la lucha y rebelión al ver a sus compañeros rodeados por la tropa, podían intentar romper el círculo para unirse y anular la acción de la fuerza pública. Tal intento habría complicado seriamente la acción de la fuerza militar, y dado lugar a suposiciones que habrían envalentonado a lo que se quería someter y amenguado el prestigio moral de las tropas a mi mando”[34].
En ninguno de sus dos relatos, el principal encargado de la represión se refería a supuestas acciones ofensivas de los huelguistas antes del ataque militar. Los hechos invocados eran potenciales. Así lo indicaban los tiempos verbales empleados por el alto oficial. Pero ello bastaba para justificar la violenta reacción estatal. Aunque pacífico, el desafío al poder civil y militar era intolerable y no se concebía en la mentalidad de sus agentes sino la solución más dolorosa:
“Las cosas -puntualizó el general- llegaron a tal extremo que no admitían términos medios. Había que obrar o retirarse dejando sin cumplir las órdenes de la autoridad. Había que derramar la sangre de algunos amotinados o dejar la ciudad entregada a la magnanimidad de los facciosos que colocan sus intereses, sus jornales, sobre los grandes intereses de la patria. Ante el dilema, las fuerzas de la Nación no vacilaron”[35].
La huelga de Iquique era menos una amenaza en sí misma que un peligro latente por el mal ejemplo que podía proyectar una actitud de debilidad del Estado y los patrones. El ejemplo tarapaqueño podía extenderse hacia otras regiones del país estimulado por la acción de los revoltosos. Por lo demás, según el ministro del Interior, la huelga de Tarapacá tenía su origen en Buenos Aires desde donde habían acudido los agitadores, y la huelga que por esos días se desarrolló en Antofagasta, solo se explicaba por un sentimiento de solidaridad mal entendido con los obreros tarapaqueños. El deber del gobierno en un caso como ese no era esperar los acontecimientos, sino adelantarse a ellos. Las primeras medidas tomadas en Iquique habían sido determinadas exclusivamente por ese afán de previsión[36].
De este modo, de declaración en declaración, las principales autoridades responsables de la represión de la “huelga grande” de 1907, dejaban traslucir las motivaciones de la orden de tirar a matar.
El leitmotiv invocado por el gobierno era la mantención del orden público supuestamente amenazado por los huelguistas. Así lo remachó el ministro del Interior:
“Las instrucciones que se dieron fueron las de costumbre en estos casos: no hacer presión ni sobre los unos ni sobre los otros, mantener una actitud neutral en cuanto fuera posible; pero sobre todo, no olvidar la necesidad de hacer respetar el orden público cualquiera que fuese el sacrificio que ello importara, por doloroso que fuera el procedimiento que se impusiera”[37].
Como la definición de la noción de orden público había sido delegada por el Ejecutivo en su representante provincial, la orden de desalojo de la Escuela Santa María impartida por el intendente Eatsman a los militares, cualesquiera que fuese el costo de dicha operación, quedaba cubierta por el gobierno. La acción del Ejército y la Armada había sido desgarradora, pero inevitable y subordinada a la misma idea de defensa del orden público:
“[…] para nadie habrá sido más doloroso que para ellos el proceder como lo hicieron, obligados por los acontecimientos: porque nuestros militares son tan pundonorosos como humanos y ciertamente no han de cifrar su gloria en batirse con el pueblo, por más digno de castigo que se lo suponga, de manera que han debido hacer un gran esfuerzo para cumplir con su deber y vencer su repugnancia natural, a fin de mantener el orden público y la tranquilidad de los ciudadanos, cuyas vidas y propiedades están encargados de custodiar”[38].
Conclusión
Apoyándose en algunos planteamientos de Hanna Arendt y Jacques Rancière, Luis Galdames ha sostenido que “la represión de 1907 expresa un acto de control social, un acto de policía, pero no de política”, ya que la política supone una suerte de momento donde los individuos se encuentran para lo cual son necesarias ciertas condiciones de igualdad[39].
Es, tal vez, esa negación de los sectores populares, en tanto sujetos políticos, lo que explica la negativa del Presidente de la República a considerar las reivindicaciones contenidas en el pliego que le entregó pocos días después de la masacre iquiqueña el Congreso Social Obrero porque, según explicó el intendente de Santiago a los dirigentes laborales, el documento “no estaba concebido en términos respetuosos y contenía apreciaciones y peticiones contrarias a nuestro régimen político y administrativo”[40].
Solo cabría agregar que el acto de policía perpetrado en la Escuela Santa María de Iquique respondía a una estrategia de guerra preventiva contra el enemigo interno, como manifestación de la política “por otros medios”, a la cual la élite y el Estado chileno recurrirían reiteradamente a lo largo del siglo XX.
No obstante su brutalidad, el baño de sangre de diciembre de 1907 no debe impedirnos percibir el viraje en el tratamiento de la debatida “cuestión social” que se venía insinuando desde poco antes y que la élite acentuaría después de estos hechos. Si bien la guerra preventiva de la Escuela Santa María culminaba un ciclo de masacres obreras desatado en 1903 por el Estado chileno, no es menos cierto que su impacto provocaría una aceleración en el diseño e implementación de nuevas políticas de la clase dirigente. Desde entonces, ya casi ninguno de sus principales exponentes políticos negaría la existencia de la “cuestión social”. El propio presidente Pedro Montt, en su Mensaje al Parlamento el 1 de junio de 1908, diría que la repetición de hechos análogos al de la Escuela Santa María, provocados por la “forma subversiva” empleada por los trabajadores para imponer sus peticiones:
“[…] manifiesta la necesidad de completar nuestra legislación con leyes que den mayores garantías al contrato de trabajo, que mejoren la condición del obrero y protejan a la sociedad contra los elementos malsanos que han llegado del exterior, como hoy se practica en casi todas las naciones”[41].
La masacre de la Escuela Santa María de Iquique fue la expresión más cínica del orden oligárquico que reinaba en Chile a comienzos del siglo XX. Pocas veces en la historia del país el poder se mostraría tan desnudo como en aquella oportunidad. En los años posteriores a estos sucesos, el conflicto entre las clases sociales se agudizó. Los trabajadores más avanzados comenzaron a percibir más claramente que el Estado estaba del lado de los patrones y que por eso, junto con fortalecer la autonomía y unidad de sus organizaciones sociales, debían enfrentar a la burguesía más allá del terreno laboral. Así nacieron el Partido Obrero Socialista (1912), la anarcosindicalista Federación Obrera Regional de Chile (1913) y la rama chilena de la Industrial Workers of the World (1919), de orientación igualmente anarcosindicalista.
La acción puntual de guerra preventiva en Iquique había dado sus frutos. El movimiento obrero entraba en un prolongado reflujo que debía ser aprovechado por la élite burguesa. Esta aceleró su toma de conciencia acerca de la necesidad de emplear prioritariamente las armas de la política: el asistencialismo[42], la incipiente legislación social[43] y otras medidas de diálogo y de cooptación ocuparían un lugar central en la estrategia de contención del mundo popular por parte de la clase dirigente. La política recuperaba terreno. La guerra preventiva quedaba como reserva estratégica en caso de nueva necesidad.
* La primera versión de este artículo fue publicada bajo el título “La guerra preventiva: Escuela Santa María de Iquique. Las razones del poder”, en Mapocho, N°50, Santiago, segundo semestre de 2001, págs. 271-280. Una versión más sucinta –titulada “Chili, 1907, Santa María de Iquique”- fue difundida en la edición central (francesa) de la revista Le Monde Diplomatique, Paris, décembre 2007, siendo reproducida en las ediciones española, catalana, portuguesa, noruega, alemana, suiza alemana, croata, griega, argentina, brasileña, colombiana, chilena, italiana, japonesa y árabe de la misma revista. El presente escrito corresponde a una fusión de ambos textos.
El autor es Historiador, académico de la Universidad de Chile.
[1] Sergio González Miranda, Ofrenda a una masacre. Claves e indicios históricos de la emancipación pampina de 1907, Santiago, Lom Ediciones, 2007, págs. 167-189.
[2] Pampino: habitante de la pampa. Pampa: vocablo quechua que designa al desierto habitado por el hombre.
[3] Eduardo Devés V., Los que van a morir te saludan. Historia de una masacre. Escuela Santa María de Iquique, 1907, 3a edición, Santiago, Lom Ediciones, 1997, págs. 45-57.
[4] Nombre dado a las explotaciones salitreras.
[5] Devés, Los que van a morir…, op. cit., págs. 54-67.
[6] Ibid., págs. 67-134; González, Hombres y mujeres de la pampa…, op. cit., págs. 51-53.
[7] Archivo Nacional de la Administración, Fondo Ministerio del Interior (en adelante ARNAD, FMI), vol. 3274 (1907), documento N°1918, Oficio del Intendente Carlos Eastman al Ministro del Interior, Iquique, 26 de diciembre de 1907, fj. 1.
[8] Ibid., fj. 2.
[9] Ibid.
[10] Ibid., fj.3
[11] ARNAD, FMI, vol. 3274 (1907), documento s/n, anexo N°4, fj. 1 y 1 vta.
[12] Ibid., fj. 1 vta.
[13] Ibid., fj. 2.
[14] Ibid., fjs. 2 y 2 vta.
[15] Devés, op. cit., págs. 168-184.
[16] ARNAD, FMI, vol. 3274, Varias autoridades, decretos y notas (diciembre de 1907), Telegrama del Intendente Carlos Eastman al Ministro del Interior, Iquique, 11 de enero de 1908.
[17] Hacemos referencia al recuerdo inscrito en la memoria social, lo que no corresponde necesariamente a la verdad histórica ya que es altamente probable que la cifra de víctimas de la represión militar al movimiento obrero en la oficina salitrera tarapaqueña de La Coruña (junio de 1925) sea superior a la de la Escuela Santa María.
[18] Devés, Los que van a morir…, op. cit., págs. 185 y 186.
[19] ARNAD, FMI, vol. 3274 (1907), documento s/n, anexo N°4, fjs. 3 y 3 vta.
[20] ARNAD, FMI, vol. 3274 (1907), Telegrama del Intendente Eastman al Presidente de la República, Iquique, 21 de diciembre de 1907, 2.10 PM, s. fj.
[21] ARNAD, FMI, vol. 3274 (1907), Telegrama del Intendente Eastman al Presidente de la República, Iquique, 21 de diciembre de 1907, 6.10 PM, s. fj.
[22] ARNAD, FMI, vol. 3274 (1907), documento N°1918, Oficio del Intendente Carlos Eastman al Ministro del Interior…, op. cit., fj. 5.
[23] “El informe del Dr. Nicolás Palacios al periódico El Chileno”, reproducido en Bravo Elizondo, op. cit., pág. 71.
[24] ARNAD, FMI, vol. 3274 (1907), documento N°1918, Oficio del Intendente Carlos Eastman al Ministro del Interior…, op. cit., fj. 5.
[25] ARNAD, FMI (vol. 3274), Oficio de J. Montt al Ministro del Interior, Valparaíso, 3 de enero de 1908, fjs.1 y 2.
[26] Cámara de Diputados, Boletín de las Sesiones Estraordinarias en 1907. CN, Sesión 30ª Estraordinaria en 27 de diciembre de 1907, Santiago, Imprenta Nacional, 1907, pág. 671.
[27] ARNAD, FMI (vol. 3274), Telegrama del Intendente Eastman al Ministro del Interior, Iquique, 22 de diciembre de 1907, s.fj.
[28] Luis Emilio Recabarren, La huelga de Iquique. La teoría de la igualdad, Santiago, Imprenta New York, 1911, págs. 18 y 19.
[29] Ibid., pág. 19.
[30] Cámara de Diputados, Boletín de las Sesiones Estraordinarias en 1907. CN, op. cit., sesión 32ª Estraordinaria en 30 de diciembre de 1907, pág. 734. Las cursivas son nuestras.
[31] Ibid., pág. 740.
[32] ARNAD, FMI, vol. 3274 (diciembre de 1907), doc. s/n, Telegrama de Carlos Eatsman al Presidente de la República, Iquique, 21 de Dic. 1907, 6.10 P.M., s. fj.
[33] Cámara de Diputados, Boletín de las Sesiones Estraordinarias en 1907. CN, op. cit., sesión 32ª Estraordinaria en 30 de diciembre de 1907, op. cit., pág. 741.
[34] “Segundo parte del general Roberto Silva Renard”, en Bravo Elizondo, op. cit., pág. 205. Las cursivas son nuestras.
[35] Ibid. Las cursivas son nuestras.
[36] Cámara de Diputados, Boletín de las Sesiones Estraordinarias en 1907. CN, op. cit., sesión 32ª Estraordinaria en 30 de diciembre de 1907, op. cit., pág. 733.
[37] Ibid., sesión 33ª Estraordinaria en 2 de enero de 1908, pág. 761. Las cursivas son nuestras.
[38] Ibid., pág. 764.
[39] Luis Galdames Rosas, “Los que no cuentan (Escuela Santa María de Iquique 1907)”, en Artaza et al., op. cit., pág. 80.
[40] “El memorial obrero”, El Mercurio, Valparaíso, 21 de enero de 1908.
[41] Mensaje leído por S.E. el Presidente de la República en la apertura de las Sesiones Ordinarias del Congreso Nacional, Santiago, Imprenta Nacional, 1908, pág. 10.
[42] Sobre este tema, véase María Angélica Illanes, “En el nombre del pueblo, del Estado y de la ciencia, (…)”. Historia social de la salud pública. Chile 1880/1973 (Hacia una historia social del Siglo XX), Santiago, Colectivo de Atención Primaria, 1993.
[43] Una mirada innovadora sobre este punto en los siguientes trabajos de Juan Carlos Yáñez Andrade: “Antecedentes y evolución histórica de la legislación social de Chile entre 1906 y 1924”, en Revista de Estudios Histórico-Jurídicos, XXI, Valparaíso, 1999, págs. 203-210; Estado, consenso y crisis social. El espacio público en Chile: 1900-1920, Santiago, Ediciones de la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos – Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2003; La intervención social en Chile 1907-1932, Santiago, RIL Editores, 2008, págs. 115-163.
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