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Los tiempos actuales, dominados por la ilusión de control total y un mundo en disputa, son capaces de arrastrar a la humanidad a un momento mucho más caótico que el que vivimos. Si no detenemos las estrategias de guerra, el aumento desbordado de nuevas formas de crisis que aún nos parecen inimaginables será inevitable.
Ingresamos a una «nueva normalidad» que se configura y construye a la vista de todos. Paradójicamente, los únicos que se niegan a pensar y definir nuestro tiempo presente como el ingreso a una nueva forma de existencia normal entre guerras son precisamente quienes llevan adelante esta transformación, quienes pretenden avanzar en silencio. Titulares tales como «La inestabilidad global es la nueva normalidad» (Alonso, 2022); «Nueva normalidad de una posible guerra» (Cuesta, 2022), «Hoy la guerra es la nueva normalidad» (Mendoza, 2024) o «Armamento, ¿la “nueva normalidad”?» (Vallejos 2024) no hacen más que confirmar la hipótesis de que la construcción de una nueva normalidad diferente a aquella en la que se supone que vivimos es urgente.
La renovación de la ideología hoy es innegable. Pero indaguemos un poco más en algunos puntos importantes de este asunto. Comenzaré por fijar el concepto de guerra por delegación, más conocida como proxy war, como un movimiento estratégico en el cual dos o más potencias rivales se enfrentan indirectamente en un escenario bélico que afecta a otros países. Se trata de un enfrentamiento entre quienes tienen o aspiran a tener o aumentar su poder, pero que no se da de forma directa, sino que utiliza a otros países como sustitutos.
Se trata de una estrategia de guerra que actualmente es utilizada en la rivalidad Estados Unidos y Rusia. Ucrania no es más que el disfraz y el país sacrificado por las ambiciones y objetivos estratégicos de Estados Unidos, y en este sentido es un desafío directo a las aspiraciones geoestráticas de Rusia. Configura un movimiento que permite el roce indirecto entre los bandos enemigos, que mantiene el enfrentamiento, la rivalidad e incrementa la tensión y la presión que se produce entre ambas potencias. En esta sintonía, hemos de entender que Rusia invade Ucrania como reacción a la presencia de la OTAN en sus fronteras, y la OTAN no es otra cosa que la presencia viva y expansiva del fantasma estadounidense.
Pero en esta guerra por delegación, si Estados Unidos vence a Rusia, también vence a otro de sus rivales directos: China. El avance de China en los últimos años posiciona a este país como el rival económico más directo a los intereses de Estados Unidos. Y esa rivalidad económica implica una rivalidad geoestratégica, derivada del control de rutas comerciales y de bases militares. Para el ámbito ruso-chino, Ucrania representa la culminación por tierra y por mar de la ruta de la seda, el camino que uniría Eurasia para el comercio chino.
Europa ha sido arrastrada a esta guerra que prende en sus fronteras como una ballena varada, forzada a una guerra que rompe todos los vínculos comerciales que previamente había tejido con Rusia y que viene a implicarla en una disputa en contra de sus proclamaciones constituyentes como territorio de paz. Se ve implicada así en un conflicto que ella no ha provocado, mostrando una vez más la incapacidad de controlar lo que sucede en sus propias fronteras. Esta así atada de manos en el lado incorrecto de la Historia, como se ha visto en su complicidad con Israel. Esta falta de autonomía estratégica nos permite decir que Europa no cuenta con posibilidades de brindar seguridad a la población europea.
Es innegable que la Unión Europea no ha sido capaz de construir un horizonte esperanzador para su propia población, un horizonte que sea coherente con sus propias premisas fundadoras. La desesperanza se refleja en la escasa seguridad y estabilidad de la UE, en la inquietud de las poblaciones de los países que la integran, en la emergencia de fenómenos políticos autoritarios y seguritarios. La inestabilidad de la UE coloca en una situación de vulnerabilidad al mundo entero. Nuestro mundo presenta como única realidad la del conflicto y, con ella, la de una nueva normalidad entre guerras. Se trata de un proceso cuyo desenlace no es posible anticipar. Pero no se puede descartar la posibilidad de que acabe significando el fin de Occidente tal y como lo conocemos. Este es un horizonte posible si los procesos avanzan repitiendo las malas decisiones de la historia.
Crítica de la geopolítica de la guerra
Una de las tesis que me inclino a defender es que hoy, más que nunca, el rol, el deber y la responsabilidad de los intelectuales se vuelve fundamental. Constituye otro frente de batalla en medio de esta nueva normalidad entre guerras. El lugar privilegiado de los intelectuales en el siglo XXI trae anudada la necesidad de incorporar perspectivas críticas a los discursos dominantes, en una tarea diaria de evitar la pereza intelectual y trabajar en beneficio de nuevos horizontes para desplegar los compromisos políticos y la construcción de nuevas modalidades de colaboración internacional. La advertencia, la crítica, la invitación a reflexionar, el análisis riguroso, el contraste de información son lugares que deben ser tomados por los intelectuales de nuestra época, y así incorporarse activamente al campo de la batalla por la historia de las ideas del siglo XXI.
En 1919, el economista británico John Maynard Keynes publicó The Economic Consequences of the Peace, donde se detallaba que el Tratado de Versalles, por castigar excesivamente a Alemania, podría conducir al colapso del país y provocar profundas heridas a Europa, con bastas consecuencias no solo para la región sino para el mundo. El transcurso de la Historia no hace más que confirmar sus advertencias. Pero también arroja una lección importante: en ocasiones, la negociación de la paz es el germen de futuras guerras, todavía más despiadadas que las que se dejaron atrás. La paz también puede devenir en una ideología que oculta su productividad conflictiva.
La búsqueda de auténticos discursos de paz y la crítica de la ideología de la paz hoy se vuelve más necesaria que nunca. ¿Estamos ingresando a un momento histórico que marca el fin de Europa tal como la conocemos? Entre la evidente tensión que hay en la búsqueda del poder y le hegemonía entre Rusia y Estados Unidos, ¿qué camino elegirá? ¿Qué opciones tiene realmente? En intercambios personales durante el mes de agosto de 2024, el filósofo español José Luis Villacañas me comentaba lo siguiente:
Europa tiene que encontrar su camino propio, esto es cierto. Pero hoy por hoy la guerra entre el mundo árabe e Israel lo hace inviable. Esa complicidad con Israel es contraria a todas sus premisas teóricas, a todos sus compromisos intelectuales y morales con los derechos humanos. Pero ampliemos la vista. Se trata del frente Palestina/Siria, Ucrania, Irán. Una vez más, se trata de controlar el corazón de Asia. Con ello Europa, que se supone una Unión basada en la paz, tiene la guerra en su frontera, a sus puertas, y no tiene más opción que formar parte, porque hoy hay una decisión por la guerra. No se trata de una decisión relacionada a la voluntad de un líder u otro, sino a los intereses de un lobby muy fuerte de la industria de armas, la industria mediática, la petrolera, la de seguridad, que requiere decisiones geoestratégicas muy firmes. Hoy pensar la paz es un discurso fundamental.
Por su parte, el sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos, para la misma fecha, destacaba:
Cien años después de la Primera Guerra Mundial, los líderes europeos caminan sonámbulos hacia una nueva guerra total. Al igual que en 1914, piensan que la guerra de Ucrania será limitada y de corta duración. En 1914 se decía en los ministerios que la guerra duraría tres semanas. Fueron cuatro años y más de veinte millones de muertos. Tal y como en 1918, hoy domina la posición de que es necesario castigar de manera ejemplar a la potencia agresora para dejarla postrada y humillada durante mucho tiempo. En 1918, la potencia derrotada fue Alemania (y también el Imperio Otomano). Hubo voces discordantes —John Maynard Keynes y otros— para quienes la humillación total de Alemania sería desastrosa para la reconstrucción de Europa y para la paz duradera en el continente y el mundo. No fueron escuchadas, y veintiún años después Europa estaba de nuevo en guerra. Siguieron cinco años de destrucción y más de setenta millones de muertos. La historia se repite y aparentemente no enseña nada.
Durante 2021, en plena crisis global por el COVID-19 y cuando el mundo entero estaba enfocado en sobrevivir y enfrentar la amenaza de un nuevo virus, hubo otros virus que, de manera mucho más silenciosa, se instalaron en la escena política internacional. Solo por mencionar un acontecimiento, en este periodo se anunció el acuerdo AUKUS, que enlaza a Estados Unidos, Australia e Inglaterra y representa una nueva provocación a Rusia y una nueva marginalización a Europa. Como apunta con agudeza nuevamente Sousa Santos (2025),
Las negociaciones de paz en curso son una equivocación. No tiene sentido que sean entre Rusia y Ucrania. Deberían ser entre Rusia y EE.UU./OTAN/Unión Europea. La crisis de los misiles de 1962 se resolvió entre la URSS y Estados Unidos. ¿Alguien se acordó de llamar a Fidel Castro para las negociaciones? Es una cruel ilusión pensar que habrá una paz duradera en Europa sin compromiso real por parte de Occidente. Ucrania, cuya independencia todos queremos, no debería unirse a la OTAN. ¿Finlandia, Suecia, Suiza o Austria han necesitado hasta ahora de la OTAN para sentirse seguros y desarrollarse? De hecho, la OTAN debería haber sido desmantelada tan pronto como acabó el Pacto de Varsovia. Solo entonces la UE podría haber creado una política y una fuerza de defensa militar que respondiera a sus intereses y no a los intereses estadounidenses. ¿Qué amenaza había para la seguridad de Europa que justificara las intervenciones de la OTAN en Serbia (1999), Afganistán (2001), Irak (2004), y Libia (2011)? Después de todo esto, ¿es posible seguir considerando a la OTAN como una organización defensiva?
Estamos ante lo que el filósofo italiano Emanuele Coccia (2021) define como un proceso de «metamorfosis», algo que está más allá de las propuestas teleológicas, evolucionistas y que visualizan el progreso como vía regia para la humanidad. La metamorfosis en desarrollo no implica una división dualista o una simplista diferencia bueno/malo en relación con las etapas de la historia, sino un constante desarrollo que impacta el devenir de la especie y el futuro de las sociedades y su democracia. ¿De qué lado de la historia está y estará Europa? ¿Será que los gobernantes europeos no están a la altura de los retos que la historia hoy les impone? ¿En qué listado quedaran los nombres de los lideres europeos actuales, cuando el polvo de la historia confronte las condiciones actuales y sus decisiones con las repercusiones futuras?
Tanto Europa como Estados Unidos temen por su futuro. Ya no se ven a sí mismos como actores hegemónicos indiscutibles, sino que se sienten solos y en declive, viviendo las repercusiones de los pasos y estrategias que han impulsado. Están inseguros, y esa misma inseguridad los conduce a buscar soluciones radicales. Desde inicios del nuevo siglo vivimos insertos en un crecimiento exponencial del conflicto bélico. La coyuntura global hoy es tensa y los peligros que afloran se sienten con más intensidad, mientras las ruedas de la historia continúan en movimiento. El brutal oleaje de acontecimientos ha producido tanto la intensificación de las pulsiones autoritarias de Occidente como la impotencia de la izquierda, discursivamente extraviada. La ferocidad de la competencia internacional sacrifica públicamente a cualquier intelectual critico de los conflictos actuales.
Otro fin del mundo es posible
La situación actual se plantea como un escenario de confrontación compacta, sin espacio para opciones alternativas. Ante una posición que, con firmeza, abraza y decide la guerra como fin en sí mismo, cualquier discurso que busque la paz, la crítica, la información, la unidad o el fin del enfrentamiento es traducido e interpretado rápidamente como aliado del enemigo. Cualquier perspectiva crítica, cualquier problematización de los conflictos bélicos en curso e, incluso, toda perspectiva filosófica orientada a la paz es vista como una traición. Esto condena a los mejores críticos contemporáneos, aquellos que defienden alguna posición no alineada, al ostracismo, la marginalidad y la humillación.
Al final, el argumento importa poco y nada. Todos (ellos) están de acuerdo en que cualquier intento de hablar de paz y solidaridad internacional es un absurdo. La guerra es una decisión consciente, y la interpretación del mundo como dividido entre buenos y malos un objetivo deliberado. El pánico moral global va en desmedro de cualquier contraste o contextualización. Lo realmente absurdo es que en pleno siglo XXI, luego de todo el conocimiento y las experiencias de la Primera y Segunda Guerra Mundial, sea aún imposible hablar de paz incluso en Europa, oficialmente unificada bajo el signo kantiano de avanzar hacia la paz perpetua. Resulta verdaderamente paradójico que, siendo la crisis ecológica y las repercusiones de los avances tecnológicas una cuestión de público conocimiento global, se persista en este camino. Otro fin del mundo aún es posible.
La situación internacional tiene una extraordinaria influencia sobre la forma en que se despliegan las políticas nacionales. Para erradicar la potencia y alcance de los discursos de odio que circulan con velocidad en la actualidad, los discursos de paz se convierten en elementos fundamentales. El otro, la existencia misma de ese otro, de un diferente, la cercanía y la solidaridad constituyen premisas y valores que no podemos dejar de reivindicar. Si, en sus momentos iniciales, pareció que la reacción mundial a la pandemia podía adoptar una senda en esa sintonía, el desengaño ha sido grande. El COVID-19 quedó atrás, pero a costa de normalizar los virus, incluso aquellos que podrían resultar más letales. La mentalidad global necesaria para enfrentar esta amenaza sigue brillando por su ausencia.
Es posible que estamos ingresando a una tercera guerra mundial fragmentada que trastocará el mundo tal y como lo conocemos, y ninguna alarma internacional se enciende en reacción al virus de la guerra. La traición a la memoria histórica global que todo esta situación implica se siente y se vive en todas partes del mundo, impide la reelaboración de traumas históricos y dispone a la humanidad a repetirlos, atentando contra el propio futuro y reproducción de la especie. La colonización de las subjetividades por medio de dualismos radicales que dividen el mundo entre amigos y enemigos corrompe la capacidad de análisis y de reflexión crítica. La guerra, invisibilizada en muchos medios, es presentada como una realidad natural en otros o como una consecuencia necesaria en varios más.
En Manufacturing Consent, el gigante Noam Chomsky nos aporta nuevamente herramientas interesantes para pensar la realidad que vivimos. A propósito de la elección del título, señaló:
El título proviene en realidad de un libro de Walter Lippmann, escrito alrededor de 1991 en el que describió lo que denominó la «fabricación de consenso» como una revolución en la práctica de la democracia, como una técnica de control, y dijo que esto era útil y necesario porque los intereses comunes, las preocupaciones generales de todas las personas, eluden al público; el público simplemente no está a la altura de lidiar con ellas, por lo que deben ser dominio de lo que el llamo una «clase especializada» (…). Este punto de vista sobre la democracia es lo contrario, por ejemplo, de la opinión del muy respetado moralista y teólogo Reainhold Niebuhr —muy influyente para los políticos contemporáneos—, quien sostenía que la racionalidad pertenece al observador frío, pero debido a la estupidez del hombre medio, no sigue la razón sino la fe, y esa fe ingenua requiere de una ilusión y una simplificación emocionalmente potentes para mantener a la persona ordinaria en curso. No es cuestión, como el ingenuo podría pensar, de que el adoctrinamiento no es coherente con la democracia; por el contrario, como observa toda esta línea de pensadores, es la esencia de la democracia.
Las sociedades democráticas se enfrentan a un conflicto importante: ya no parecen dirigir su actuación por el principio de la formación de una conciencia libre, informada, responsable y autónoma, sino plantearse como principal problema el contrario: cómo mantener el control de lo que las personas piensan. Esta aspiración, como vieron en su día Foucault y Deleuze, forjó lo que este último llamó «sociedades de control». Lo específico del argumento de Foucault es que este control se puede experimentar bajo una forma de libertad. Se trata del nacimiento de una forma de control «más humana», más aceptada y normalizada. Una dominación que puede ser mantenida dentro de los órdenes democráticos, sin fuerzas militares, sin torturas físicas y —aparentemente— sin repercusiones visibles.
Es en esa línea que han prosperado los nuevos medios masivos de comunicación, auxiliares necesarios del capitalismo mundial, que se elevan a centro de control social al permitir que ciertos discursos y ciertos productos ideológicos colonicen la psiquis humana sin dejar rastros. Esa es la nueva colonización, la colonización de nuestra época, una colonización de las mentes. Y de la misma manera que las necesidades comerciales de cierta prensa llevaron a las catástrofes de la Primera y Segunda Guerra Mundial, las formas comerciales de los nuevos medios imponen una mentalidad que, aún sin la violencia de las armas, ya ha sentado las bases para ejercerla concretamente, puesto que la violencia comunicativa es siempre el preámbulo de la violencia física.
La consecuencia de este adoctrinamiento de masas del siglo XXI se reflejan en el aumento creciente de los problemas de salud mental, las crisis de pánico, de angustia, la depresión y la ansiedad, entre muchos otros trastornos. Todos ellos son repercusiones de los procesos de dominación y colonización psicológica que se imponen a los seres humanos desde el momento mismo del nacimiento. Las nuevas tecnologías de nuestra época son un elemento ideológico importante, pero al mismo tiempo son poco cuestionadas e incluso normalizadas. Dan la ilusión de una información ilimitada y de una falsa libertad, al tiempo que posibilitan la reproducción y el mantenimiento de las ideas dominantes. Estructuran nuestro modo de vida, estabilizando los hábitos y las experiencias alrededor de una personalidad incapaz de dotarse de herramientas culturales críticas, pues las presiones digitales alteran y obstaculizan el potencial creativo humano.
Ese sistema, que tiende a generar subjetividades aisladas que solo se relacionan expresivamente con sus comunidades de redes, produce distinciones jerárquicas entre el conocimiento y el acceso al saber que rompen las formas dialogadas de lo que Habermas llamaba, todavía en su tiempo, «mundos de la vida». A este nivel debemos situar los cambios que experimentamos. En el mundo de la vida conversacional, todo ser humano es capaz de tener una idea sobre aquello que sucede en el mundo hoy, sobre las experiencias particulares y las respuestas fundamentales. En el mundo de la vida de las redes, por el contrario, adoctrinamiento en redes y las formas validadas por el sistema obstaculizan estos modos no especializados de saber que eran propios de las sociedades anteriores. Como afirma Noam Chomsky: «Qué creatividad tan extraordinaria tiene la gente corriente; el mero hecho de que la gente hable entre sí —de manera normal, nada particularmente extravagante— refleja rasgos profundamente arraigados de la creatividad humana que separan a los seres humanos de cualquier otro sistema biológico que conozcamos».
Los tiempos actuales, dominados por la ilusión de control total y un mundo en disputa, son capaces de arrastrar a la humanidad a un momento mucho más caótico que el que vivimos. Las consecuencias del dispositivo que he intentado describir no pueden ser sino cada vez más graves. Si no detenemos las estrategias de guerra, solo podremos anunciar el aumento desbordado de nuevas formas de crisis que aún nos parecen inimaginables, pero que serán normalizadas por la destrucción global permanente.
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